sábado, 6 de febrero de 2010

La siesta del Martes - Gabriel García Márquez

Tratando de dilucidar por que la siesta del martes lo definió García Márquez en algún momento como su mejor cuento creo entenderlo como una paleta multicolor, que integra una serie de imágenes que describen vivamente el plano emocional y físico en que se desarrollan los habitantes de América latina, esencialmente el Caribe.
El amor de una madre por su hijo, asesinado al intentar robar en una casa, la obliga a trasladarse a visitar la tumba en compañía de su hija en un tren decrépito donde las ventanas se atoran por el óxido y el humo se mete por estas, relata la trayectoria de un área bananera, muy común en la región detallando las casas de madera de colores vívidos en los sucesivos pueblecillos donde hace parada el tren y la celebración de una fiesta en la placita de uno de ellos con banda de alientos a pleno sol.
Se conoce la condición humilde de la mujer al mencionar que están en un vagón de tercera clase y por los enseres que llevan, una bolsa de plástico donde sacaba bollitos de maíz y pedazos de de queso para comer.
El título del cuento está basado en una actividad muy recurrente en el trópico; la siesta, justo es la hora de la siesta cuando la madre llega a su destino, hora en que todos los negocios están cerrados, en las callecillas hay muy poca movimiento, nota un pueblo anonadado y silencioso mientras se dirige a la casa cural con la intensión de que el sacerdote le abra las rejas del cementerio, la recibe una mujer que con cierto recelo a saber que su hermano (el cura) está haciendo la siesta, le dice que no la recibirá hasta después de las tres de la tarde, la madre impasible reitera sus deseos, obligando a la mujer a despertar al cura, es curioso hacer notar que es hasta el momento en que se entrevista con el cura, que lector deduce el motivo del viaje, aunque el autor ya había marcado una tenue traza al señalar durante el recorrido en tren que la niña traía un ramo de flores y “las dos guardaban un luto rigoroso y pobre”.
Durante la entrevista con el cura describe con cierta gracia el comportamiento de la niña, que cruza las piernas y luego se descalza unos apretados zapatos y apoya los pies en el contrafuerte del escaño en que está sentada, acción que realizó de igual manera durante el viaje en tren, ínfimos detalles que hacen resaltar la habilidad del autor al evocar en pocas palabras maneras muy recurrentes en los infantes.
Al saber el sacerdote el motivo de la rigurosa petición de la madre intenta reprenderla por el mal camino que tomó el hijo, la madre sin dudarlo lo defiende a toda costa y describe el dolor que le causaba cuando el difunto boxeaba, diciendo que “cada bocado que comía en ese tiempo le sabia a los golpes que le daban a su hijo los sábados en la noche”.
El padre accede al darle las llaves del cementerio cuando ocurre algo sorprendente, nota a varios niños que desde afuera aprisionan sus rostros a la puerta de alambre, el cura se asoma y ve la calle con gente, algunos agrupados en la sombra de un árbol, viendo hacia la casa cural, le habla a su hermana y esta dice: “se han dado cuenta”.
El pueblo se despereza y toma vida para observar el hecho inusitado de una madre que va a visitar la tumba de su hijo, asesinado por una mujer soltera que jamás en su vida había disparado un arma, al intentar traspasar su hogar.
A pesar de las sugerencias del sacerdote y la hermana que no salgan para evitar la cotilla y el escrutinio del gentío curioso, la madre insiste en salir, le ofrecen una sombrilla para paliar el inclemente sol pero la madre replica: “Gracias, así vamos bien”. Toma la mano de la niña y sale a la calle.

No hay comentarios:

Publicar un comentario